domingo, 20 de noviembre de 2016

21 DE NOVIEMBRE, PRESENTACIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

Hoy, celebramos junto con toda la Iglesia, la Presentación en el Templo de la niña Santa María.
Es en una antigua y piadosa tradición que encontramos los orígenes de esta fiesta mariana que surge en el escrito apócrifo llamado "Protoevangelio de Santiago". Este relato cuenta que cuando la Virgen María era muy niña sus padres San Joaquín y Santa Ana la llevaron al templo de Jerusalén y allá la dejaron por un tiempo, junto con otro grupo de niñas, para ser instruida muy cuidadosamente respecto a la religión y a todos los deberes para con Dios.
Históricamente, el inicio de esta celebración fue la dedicación de la Iglesia de Santa María la Nueva en Jerusalén en el año 543. Estas fiestas se vienen conmemorando en Oriente desde el siglo VI, inclusive el emperador Miguel Comeno cuenta sobre esto en una Constitución de 1166.
Más adelante, en 1372, el canciller en la corte del Rey de Chipre, habiendo sido enviado a Aviñón, en calidad de embajador ante el Papa Gregorio XI, le contó la magnificencia con que en Grecia celebraban esta fiesta el 21 de noviembre. El Papa entonces la introdujo en Aviñón, y Sixto V la impuso a toda la Iglesia.
La Virgen es presentada en el Templo de Jerusalén por sus padres Joaquín y Ana. 

De la Liturgia de las Horas: En este día, en que se recuerda la dedicación, el año 543, de la iglesia de Santa María la Nueva, construida cerca del templo de Jerusalén, celebramos, junto con los cristianos de la Iglesia oriental, la "dedicación" que María hizo de sí misma a Dios, ya desde su infancia, movida por el Espíritu Santo, de cuya gracia estaba llena desde su concepción inmaculada.
Según la tradición, sus padres llevaron a la Virgen María al Templo a la edad de tres años para que formase parte de las doncellas que allí eran consagradas a Dios e instruidas en la piedad.

Fiesta Litúrgica: Ya se celebraba en el siglo VI en el Oriente. En el 1372, el Papa Gregorio XI, informado por el canciller de la corte de Chipre sobre la gran celebración que en Grecia se hacía para esta fiesta el 21 de noviembre, la introdujo en Aviñón. Sixto V promulgó la fiesta para la Iglesia universal. 
« Protoevangelio de Santiago »

Un  apócrifo *  de mediados o finales del siglo II.

Es una fuente cristiana  no canónica **.


Sobre la presentación de María en el Templo

Al llegar la niña a los tres años, dijo Joaquín: «Llamad a las doncellas hebreas que están sin mancilla y que tomen sendas candelas encendidas (para que la acompañen), no sea que la niña se vuelva atrás y su corazón sea cautivado por alguna cosa fuera del templo de Dios.» Y así lo hicieron mientras iban subiendo al templo de Dios. Y la recibió el sacerdote, quien, después de haberla besado, la bendijo y exclamó: «El Señor ha engrandecido tu nombre por todas las generaciones, pues al fin de los tiempos manifestará en ti su redención a los hijos de Israel.»
Entonces la hizo sentar sobre la tercera grada del altar. El Señor derramó gracia sobre la niña, quien danzó, haciéndose querer de toda la casa de Israel.
Bajaron sus padres, llenos de admiración, alabando al Señor Dios porque la niña no se había vuelto atrás. Y María permaneció en el templo como una paloma, recibiendo alimento de manos de un ángel.

Notas:
*  apócrifo: Todo libro que, atribuyéndose a autor sagrado, no está, sin embargo, incluido en el canon de la Biblia. 
** no canónica:  No está incluido en (no forma parte de) el canon de la Biblia.

https://www.ewtn.com/new_library/PROTOEVANGELIO DE SANTIAGO 


LA PRESENTACIÓN
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
AL TEMPLO
Del Libro: María. Autor: Félix de Jesús Rougier, (1859-1938). Fundador de la
Congregación de los Misioneros del Espíritu Santo.

Quién es esa preciosa Niña que se dirige al Templo de Jerusalén para
consagrarse al servicio de Dios?
Una alegría divina brilla en su frente y una sonrisa de júbilo se dibuja en sus
labios. Va a vivir cerca de Dios y su mirada de amor adivina la presencia del
Amado en ese Templo, el más santo del mundo, donde recibe los homenajes de
Israel.
2
¿Quién es? Es María,
la más privilegiada de las
criaturas, a quien sus padres,
Ana y Joaquín, llevan al
Templo de la Ciudad santa.
Van con ellos para
asistir también a la
presentación solemne de
María varios miembros de la
familia; pero, además, los
ángeles siembran ante sus
pasos las más hermosas
flores del paraíso y celebran
su entrada al Templo con
cánticos del cielo.
Tantas virtudes, tanto fervor, tanta hermosura de la hija debían dar a sus
padres una dicha incomparable; se sentían felices en medio del gran sacrificio de
la separación que iban a ofrecer a Dios, y decían sin duda en sus corazones:
“¿Qué pensáis que será esta niña?” “¿Quis putas puer iste erit?”
La tierna Niña llega por fin al Templo.
Se va a consagrar a Dios para siempre.
Iluminada por el Espíritu Santo, comprendió que las primicias deben ser de
Dios y que tan luego como la gracia llama a un alma debe corresponder sin vacilar
a la invitación divina.
María es muy pequeñita aún, no cumple todavía cuatro años y parece
imposible que pueda separarse tan pronto de sus padres que tan tiernamente ama
su afectuoso corazón.
Pero la gracia, que dirige todos los pasos de la hija de Sión, la inclina a
sacrificar los sentimientos más exquisitos de la naturaleza al amor sobrenatural de
su Creador, que ya ha hecho de su alma un paraíso.
¿Cuáles fueron los sentimientos de esa celestial Niña, al considerar en ese
momento a la amorosa Providencia de Dios que la sacaba tan pronto del mundo,
para llevarla a su santo Templo, lugar de silencio y de paz?
Sin duda exclamó con su santo antepasado el Rey David:
3
“Me he regocijado cuando me han dicho que iría a la Casa del Señor –
Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi, in domum Domini ibimus”.
Llegada ante las gradas que iba a subir para ser presentada por sus padres
al sacerdote, las besó con ternura, adorando y bendiciendo a Dios que le concedía
el favor que tanto le había pedido.
Sabemos que la inteligencia de esa santa Niña no correspondía a su edad,
porque desde el primer instante de su vida, “tenía, dice San Bernardino de Sena, la
ciencia y el amor de Adán en el paraíso terrenal y de los ángeles en el cielo”.
¡Qué gratitud sentiría, pues, por su vocación al Templo!
¡Con qué fidelidad correspondería a ella!
¡Felices las almas a quienes Dios llama desde su juventud para servirlo en
“su casa”! “Beati qui habitant in domo tua, Domine”.
No pueden tener prueba más evidente de la predilección divina sobre ellas.
Separadas, desde su juventud, de las seducciones y de los peligros del
mundo, lo abandonan antes de conocer sus miserias.
La vida religiosa, si son fieles, será para ellas una visión de paz y delicias.
Pasan del puerto de esta vida al puerto de la bienaventurada eternidad.
¡Oh, cuántas pueden exclarmar: “Omnia bona venerunt mihi pariter cum illa -
Todos los bienes me vinieron con mi vocación!”
El primer acto de María en el Templo fue hacer a Dios una plena e
irrevocable consagración de sí misma.
Le consagró su alma con sus potencias, su cuerpo con sus sentidos, todo
su ser sin reserva alguna.
San Ambrosio meditando sobre la vida de María en el templo, dice que “el
mismo sueño no interrumpía la vida de unión de María con Dios”. María podía asegurar
con verdad que aun durante el sueño su Corazón velaba, amando...
¡Cuán grandes serían sus deseos de ver al Mesías prometido por los
Profetas! Si todo Israel en ese tiempo suspiraba por la venida del Salvador, ¿cómo
serían los deseos de ese Corazón virginal que más que nadie amaba a Dios y al
Mesías que todos esperaban?
A medida que contemplaba el inefable misterio, sentía su Corazón
inflamarse más y más de amor por el que había de venir.
4
Deseaba ver a la mujer feliz que debía ser su madre, ir a vivir cerca de ella
y ser la última de sus esclavas.1
Durante los doce años que vivió en el Templo, podemos afirmar con los
santos y los teólogos2
, que adelantó la venida del Mesías por sus oraciones de
fuego y sus suspiros.
¿Quién sabe si Dios, bendiciendo sus ardientes deseos por la venida del
Redentor, le reveló interiormente que el tiempo ya había venido y que la que debía
ser la Madre del Mesías ya estaba en el mundo?
Dios, que tenía siempre ante la vista el incomparable porvenir de María, la
iba preparando incesantemente a su sublime misterio. Y María, aun en medio de
tantas gracias extraordinarias, se creía indigna hasta de ser la pequeña esclava de
la Madre del Mesías.
No pensaba sino en ofrecerse siempre a Dios con entera generosidad,
cualquiera que fuese el humilde oficio al cual la destinara.
¡Ángeles santos que llevabais las oraciones ardientes de María como
perfume de suave olor ante el Trono del Altísimo, contadnos los ardores de ese
Corazón herido de amor!
Decidnos cómo el Señor se complacía en santificar a ese virginal Corazón.
Dejadnos ver esa tierna flor que mecía el soplo del Espíritu Santo y cuyo tallo
precioso, según el lenguaje de la Escritura, se apresuraba a desarrollarse bajo los
dulces rayos del Sol de amor.
Las jóvenes israelitas que vivían con María en aquel asilo de piedad y de
inocencia que era el Templo, admiraban a su compañera por sus virtudes, sin
sospechar que era la Virgen esperada desde hacía más de cuarenta siglos.
La Virgen se distinguía entre ellas por su recogimiento, su celo y su fervor.
Su espíritu, siempre aplicado a la meditación de la Ley de Dios, encontraba
siempre en ella nuevos encantos y su dicha era cantar con sus compañeras los
Salmos que la presentan como más dulce que la miel.
Algunas veces tenía la grande alegría de recibir visitas de sus padres que
venían a ver a su hija tan amada para llevarle el vestido color de jacinto o la túnica
blanca que Ana había tejido con tanto amor.

1 La Ven. María de Agreda. La Mística Ciudad de Dios.
2 Card. A. Lépicier. Loc. cit.
5
Sabemos por los primeros Padres de la Iglesia que María era muy hábil en
todos los trabajos de su sexo, especialmente en bordados en lino y en oro, no
habiéndose visto jamás trabajos hechos con tanta perfección.
En medio del trabajo, María conservaba siempre una íntima unión con Dios.
Se preparaba sin sospecharlo siquiera para que se cumpliera en Ella el misterio
del eterno Amor.
¡Con qué cuidado y exactitud guardaba las reglas prescritas! ¡Con qué
pronta sumisión obedecía a la menor señal!
San Buenaventura dice 3
que “María en el Templo observaba con suma
fidelidad lo que ordenaba el sacerdote encargado de la dirección de la casa y que pedía a
Dios constantemente que le diera la virtud de la obediencia en su mayor perfección”.
San Jerónimo escribe que “María era exacta en la oración y en el estudio, que
era la primera en levantarse, la más instruida en la ciencia de la Ley, la más adelantada en
la virtud de la humildad, la más amante de los Cánticos de David, la más ardiente en
caridad, la más eminente en pureza, la más perfecta en todas las virtudes” 4
.
La Iglesia católica celebra el 21 de noviembre, bajo el título de Fiesta de la
Presentación de la Santísima Virgen, el recuerdo de esa vida angélica y de la
consagración de María a Dios.
La oración de la Fiesta en el Misal es ésta:
“Oh Dios, que quisiste que en este día fuese presentada al Templo la Santísima
Virgen María, morada que era del Espíritu Santo; suplicámoste, por su intercesión, que nos
concedas la gracia de merecer ser presentados en el Templo de tu gloria”.
Las Fiestas de María, si se medita bien su objeto, logran el fin que tuvo la
Iglesia al instituirlas.
Cada una nos presenta a María bajo un aspecto nuevo y siempre
admirable.
Así en la Fiesta de la Presentación al Templo, María nos enseña el medio
de conservar la azucena perfumada de la inocencia; a buscar ante todo a Dios; a
entregarnos completamente a su servicio por medio de una piedad tierna y
afectiva.
* * *

3 De vita cristiana.
4 Apud Bon. Medit. 3.
6
El hermoso ejemplo de María en el Templo, útil a todos, lo es más
especialmente a la mujer.
De la consideración de la vida de María en el Templo han nacido, sin duda,
muchas de las innumerables Congregaciones religiosas fundadas todas para
imitar la vida santa de la Reina de las vírgenes en las apacibles dependencias del
Templo de Jerusalén.
Es imposible presentar aquí el cuadro completo de los prodigios de santidad
que han visto los claustros en los siglos pasados y que todavía se admiran hoy
día, por la misericordia de Dios.
Para tener una idea de la excelencia de esas admirables mujeres que en su
vida religiosa se han propuesto imitar a María en el Templo, bastará recordar
cómo se celebraba en la Edad Media su místico matrimonio con Cristo. De la
misma manera, más o menos, se celebra todavía esa ceremonia en muchas
Ordenes y Congregaciones religiosas.
Estamos en un monasterio antiguo, donde se han formado legiones de
santas religiosas...
Vamos a asistir a la toma de hábito de un nuevo grupo de jóvenes que, en
la alegría de su corazón, entran al monasterio para ofrecer a Dios su virginidad y
prometer solemnemente vivir en el silencio y en la intimidad con Dios hasta el
último suspiro...
La abadesa, con toda la comunidad, está orando ya en la iglesia del
monasterio, adornada e iluminada como en las fiestas más solemnes.
Repican alegremente las campanas de la abadía y empieza el Santo
Sacrificio.
Después de la Epístola una voz llama a las vírgenes:
“Vírgenes prudentes, dice la voz, preparad vuestras lámparas; ya viene el Esposo,
id a encontrarlo”.
Encienden entonces la vela que tienen en la mano y entrando en la iglesia
se acercan al Obispo, sentado ante el altar, y se postran sobre las losas de
mármol.
La misma voz: -Padre venerable, la Iglesia, nuestra santa Madre, pide que
bendigas a estas vírgenes y que las hagas Esposas de Jesucristo.
El Obispo: -¿Son dignas de ser Esposas de Cristo?
7
-En cuanto la fragilidad humana permite saberlo, creo y afirmo que son dignas de
llevar ese nombre.
Entonces el Prelado exclama: -Con el auxilio de Nuestro Señor, elegimos a estas
vírgenes para consagrarlas y hacer de ellas las Esposas de Jesucristo.
Y dirigiéndose a ellas: -¡Venid!
Las vírgenes: -¡Vamos!
Se levantan y después de unos pasos se prosternan otra vez en el
pavimento de la iglesia.
¿No es la vacilación de una profunda humildad?
El Obispo, con voz alta: -¡Venid!
Las vírgenes: -¡Vamos con todo el corazón!
“Con todo su corazón”... y sin embargo una nueva desconfianza de sí
mismas las detiene después de estos nuevos pasos.
¡Venid!, dice por tercera vez el Obispo con más insistencia, ¡venid, hijas mías,
os enseñaré el temor de Dios!
Las vírgenes: ¡Oh Dios, vamos a Ti con todo nuestro corazón! Señor, tenemos tu
saludable temor. Queremos verte. No nos confundas y obra con nosotras según tu dulzura y
lo infinito de tu misericordia.
Llegadas por fin al santuario, elevan la voz y cantan:
Recíbeme, Señor, según tu promesa y que ningún vicio pueda entrar en mi alma.
No piden una dicha engañadora, lo que piden es la virtud.
Entonces el Obispo les habla, les enumera los deberes de su nuevo estado,
les explica su dignidad y luego pregunta tres veces, a todas y cada una en
particular, si quieren guardar la fidelidad virginal que exige de ellas su Divino
Esposo.
Traen en seguida las nuevas vestiduras que indicarán claramente su
definitiva separación del siglo.
Cuando el Obispo les ha bendecido salen de la Iglesia para revestirse con
ellas, vuelven de dos en dos al altar y dicen en fe y verdad:
8
“He despreciado los reinos del mundo y las ricas vestiduras del siglo por amor a mi
Señor Jesucristo, que he amado, en quien he creído, a quien amaré siempre con toda mi
alma.”
Entonces se arrodillan y el Obispo las bendice y les impone el velo blanco
de las novicias, sobre el cual coloca una corona de rosas, las flores del amor.
El Obispo las bendice una segunda vez solemnemente y durante la Santa
Misa reciben la Comunión de sus manos.
¿Quién no ve en esas bodas místicas un recuerdo de la consagración
conmovedora que la Virgen María hizo de sí misma en el Templo del Dios de
Israel?
¡Felices las jóvenes que pueden como Ella retirarse a un asilo de inocencia
y de piedad, y como Ella también progresan en la virtud y en la perfección!




Oración:
Santa Madre María, tú que desde temprana edad te consagraste al Altísimo, aceptando desde una libertad poseída el servirle plenamente como templo inmaculado, tú que confiando en tus santos padres, San Joaquín y Santa Ana, respondiste con una obediencia amorosa al llamado de Dios Padre, tú que ya desde ese momento en el que tus padres te presentaron en el Templo percibiste en tu interior el profundo designio de Dios Amor; enséñanos Madre Buena a ser valientes seguidores de tu Hijo, anunciándolo en cada momento de nuestra vida desde una generosa y firme respuesta al Plan de Dios. Amén


Oración: 
Te rogamos, Señor, que a cuantos hoy honramos la gloriosa memoria de la santísima Virgen María, nos concedas, por su intercesión, participar, como ella, de la plenitud de tu gracia. Por nuestro Señor Jesucristo. 
Amén.

FIESTA DE CRISTO REY



Último domingo del Año Litúrgico

Cristo es el Rey del universo y de cada uno de nosotros.

Es una de las fiestas más importantes del calendario litúrgico, porque celebramos que Cristo es el Rey del universo. Su Reino es el Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, del amor y la paz.

Un poco de historia

La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de Marzo de 1925.
El Papa quiso motivar a los católicos a reconocer en público que el mandatario de la Iglesia es Cristo Rey.

Posteriormente se movió la fecha de la celebración dándole un nuevo sentido. Al cerrar el año litúrgico con esta fiesta se quiso resaltar la importancia de Cristo como centro de toda la historia universal. Es el alfa y el omega, el principio y el fin. Cristo reina en las personas con su mensaje de amor, justicia y servicio. El Reino de Cristo es eterno y universal, es decir, para siempre y para todos los hombres.

Con la fiesta de Cristo Rey se concluye el año litúrgico. Esta fiesta tiene un sentido escatólogico pues celebramos a Cristo como Rey de todo el universo. Sabemos que el Reino de Cristo ya ha comenzado, pues se hizo presente en la tierra a partir de su venida al mundo hace casi dos mil años, pero Cristo no reinará definitivamente sobre todos los hombres hasta que vuelva al mundo con toda su gloria al final de los tiempos, en la Parusía.

Si quieres conocer lo que Jesús nos anticipó de ese gran día, puedes leer el Evangelio de Mateo 25,31-46.

En la fiesta de Cristo Rey celebramos que Cristo puede empezar a reinar en nuestros corazones en el momento en que nosotros se lo permitamos, y así el Reino de Dios puede hacerse presente en nuestra vida. De esta forma vamos instaurando desde ahora el Reino de Cristo en nosotros mismos y en nuestros hogares, empresas y ambiente.

Jesús nos habla de las características de su Reino a través de varias parábolas en el capítulo 13 de Mateo:
“es semejante a un grano de mostaza que uno toma y arroja en su huerto y crece y se convierte en un árbol, y las aves del cielo anidan en sus ramas”;
“es semejante al fermento que una mujer toma y echa en tres medidas de harina hasta que fermenta toda”;
“es semejante a un tesoro escondido en un campo, que quien lo encuentra lo oculta, y lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo”;
“es semejante a un mercader que busca perlas preciosas, y hallando una de gran precio, va, vende todo cuanto tiene y la compra”.

En ellas, Jesús nos hace ver claramente que vale la pena buscarlo y encontrarlo, que vivir el Reino de Dios vale más que todos los tesoros de la tierra y que su crecimiento será discreto, sin que nadie sepa cómo ni cuándo, pero eficaz.

La Iglesia tiene el encargo de predicar y extender el reinado de Jesucristo entre los hombres. Su predicación y extensión debe ser el centro de nuestro afán vida como miembros de la Iglesia. Se trata de lograr que Jesucristo reine en el corazón de los hombres, en el seno de los hogares, en las sociedades y en los pueblos. Con esto conseguiremos alcanzar un mundo nuevo en el que reine el amor, la paz y la justicia y la salvación eterna de todos los hombres.

Para lograr que Jesús reine en nuestra vida, en primer lugar debemos conocer a Cristo. La lectura y reflexión del Evangelio, la oración personal y los sacramentos son medios para conocerlo y de los que se reciben gracias que van abriendo nuestros corazones a su amor. Se trata de conocer a Cristo de una manera experiencial y no sólo teológica.

Acerquémonos a la Eucaristía, Dios mismo, para recibir de su abundancia. Oremos con profundidad escuchando a Cristo que nos habla.

Al conocer a Cristo empezaremos a amarlo de manera espontánea, por que Él es toda bondad. Y cuando uno está enamorado se le nota.

El tercer paso es imitar a Jesucristo. El amor nos llevará casi sin darnos cuenta a pensar como Cristo, querer como Cristo y a sentir como Cristo, viviendo una vida de verdadera caridad y autenticidad cristiana. Cuando imitamos a Cristo conociéndolo y amándolo, entonces podemos experimentar que el Reino de Cristo ha comenzado para nosotros.

Por último, vendrá el compromiso apostólico que consiste en llevar nuestro amor a la acción de extender el Reino de Cristo a todas las almas mediante obras concretas de apostolado. No nos podremos detener. Nuestro amor comenzará a desbordarse.

Dedicar nuestra vida a la extensión del Reino de Cristo en la tierra es lo mejor que podemos hacer, pues Cristo nos premiará con una alegría y una paz profundas e imperturbables en todas las circunstancias de la vida.

A lo largo de la historia hay innumerables testimonios de cristianos que han dado la vida por Cristo como el Rey de sus vidas. Un ejemplo son los mártires de la guerra cristera en México en los años 20’s, quienes por defender su fe, fueron perseguidos y todos ellos murieron gritando “¡Viva Cristo Rey!”.

La fiesta de Cristo Rey, al finalizar el año litúrgico es una oportunidad de imitar a estos mártires promulgando públicamente que Cristo es el Rey de nuestras vidas, el Rey de reyes, el Principio y el Fin de todo el Universo.


JESUCRISTO: REY DEL UNIVERSO

(Col 1, 16).

“Rey de Reyes y Señor de Señores” (Apocalipsis 19,16).

Fiesta de Cristo Rey
Lecturas y comentario
Cristo Rey, año A
Cristo Rey, año B
Cristo Rey, año C

Reino del Corazón Eucarístico, Madre Adela Galindo
Venga a nosotros tu reino, Orígenes

Cristo es rey por derecho propio y por derecho de conquista. 
Por derecho propio: lo es como hombre y como Dios. Jesucristo en cuanto hombre, por su Unión Hipostática con el Verbo, recibió del Padre "la potestad, el honor y el reino" (cfr. Dan. 7,13-14) y, en cuanto Verbo de Dios, es el Creador y Conservador de todos cuanto existe. Por eso tiene pleno y absoluto poder en toda la creación (cfr. Jn. 1,1ss).

Por derecho de conquista, en virtud de haber rescatado al género humano de la esclavitud en la que se encontraba, al precio de su sangre, mediante su Pasión y Muerte en la Cruz (cfr. 1 Pe. 1,18-19).

El Padre lo puso todo en manos de su Hijo. Debemos obedecerle en todo.

No se justo apelar al amor como pretexto para ser laxo en la obediencia a Dios. En nuestra relación con Dios, la obediencia y el amor son inseparables.

El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él.» -Juan 14,21

Los mártires nos dan ejemplo. Prefirieron morir antes de negar a Jesús. Muchos mártires del siglo XX en México, España, Cuba y otros lugares murieron gritando ¡Viva Cristo Rey!. También en nuestro siglo.   

Ninguna persona, ni ley, ni entidad esta por encima de Dios. El Pontífice León XIII enseñaba en la "Inmortale Dei" la obligación de los Estados en rendir culto público a Dios, homenajeando su soberanía universal.

Diferente a los hombres, Dios ejerce siempre su autoridad para el bien. Quien confía en Dios, quien conoce su amor no dejará de obedecerle en todo, aunque algunos mandatos sobrepasen su entendimiento.  


BIBLIOGRAFÍA



CARTA ENCÍCLICAQUAS PRIMASDEL SUMO PONTÍFICEPÍO XISOBRE LA FIESTA DE CRISTO REY


En la primera encíclica, que al comenzar nuestro Pontificado enviamos a todos los obispos del orbe católico, analizábamos las causas supremas de las calamidades que veíamos abrumar y afligir al género humano.

Y en ella proclamamos Nos claramente no sólo que este cúmulo de males había invadido la tierra, porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado, sino también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador.

La «paz de Cristo en el reino de Cristo»

1. Por lo cual, no sólo exhortamos entonces a buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo, sino que, además, prometimos que para dicho fin haríamos todo cuanto posible nos fuese. En el reino de Cristo, dijimos: pues estábamos persuadidos de que no hay medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz que procurar la restauración del reinado de Jesucristo.

2. Entre tanto, no dejó de infundirnos sólida, esperanza de tiempos mejores la favorable actitud de los pueblos hacia Cristo y su Iglesia, única que puede salvarlos; actitud nueva en unos, reavivada en otros, de donde podía colegirse que muchos que hasta entonces habían estado como desterrados del reino del Redentor, por haber despreciado su soberanía, se preparaban felizmente y hasta se daban prisa en volver a sus deberes de obediencia.

Y todo cuanto ha acontecido en el transcurso del Año Santo, digno todo de perpetua memoria y recordación, ¿acaso no ha redundado en indecible honra y gloria del Fundador de la Iglesia, Señor y Rey Supremo?

«Año Santo»

3. Porque maravilla es cuánto ha conmovido a las almas la Exposición Misional, que ofreció a todos el conocer bien ora el infatigable esfuerzo de la Iglesia en dilatar cada vez más el reino de su Esposo por todos los continentes e islas —aun, de éstas, las de mares los más remotos—, ora el crecido número de regiones conquistadas para la fe católica por la sangre y los sudores de esforzadísimos e invictos misioneros, ora también las vastas regiones que todavía quedan por someter a la suave y salvadora soberanía de nuestro Rey.

Además, cuantos —en tan grandes multitudes— durante el Año Santo han venido de todas partes a Roma guiados por sus obispos y sacerdotes, ¿qué otro propósito han traído sino postrarse, con sus almas purificadas, ante el sepulcro de los apóstoles y visitarnos a Nos para proclamar que viven y vivirán sujetos a la soberanía de Jesucristo?

4. Como una nueva luz ha parecido también resplandecer este reinado de nuestro Salvador cuando Nos mismo, después de comprobar los extraordinarios méritos y virtudes de seis vírgenes y confesores, los hemos elevado al honor de los altares, ¡Oh, cuánto gozo y cuánto consuelo embargó nuestra alma cuando, después de promulgados por Nos los decretos de canonización, una inmensa muchedumbre de fieles, henchida de gratitud, cantó el Tu, Rex gloriae Christe en el majestuoso templo de San Pedro!

Y así, mientras los hombres y las naciones, alejados de Dios, corren a la ruina y a la muerte por entre incendios de odios y luchas fratricidas, la Iglesia de Dios, sin dejar nunca de ofrecer a los hombres el sustento espiritual, engendra y forma nuevas generaciones de santos y de santas para Cristo, el cual no cesa de levantar hasta la eterna bienaventuranza del reino celestial a cuantos le obedecieron y sirvieron fidelísimamente en el reino de la tierra.

5. Asimismo, al cumplirse en el Año Jubilar el XVI Centenario del concilio de Nicea, con tanto mayor gusto mandamos celebrar esta fiesta, y la celebramos Nos mismo en la Basílica Vaticana, cuanto que aquel sagrado concilio definió y proclamó como dogma de fe católica la consustancialidad del Hijo Unigénito con el Padre, además de que, al incluir las palabras cuyo reino no tendrá fin en su Símbolo o fórmula de fe, promulgaba la real dignidad de Jesucristo.

Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si, atendiendo a las súplicas elevadas a Nos, individualmente y en común, por muchos cardenales, obispos y fieles católicos, ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey. Y ello de tal modo nos complace, que deseamos, venerables hermanos, deciros algo acerca del asunto. A vosotros toca acomodar después a la inteligencia del pueblo cuanto os vamos a decir sobre el culto de Cristo Rey; de esta suerte, la solemnidad nuevamente instituida producirá en adelante, y ya desde el primer momento, los más variados frutos.

I. LA REALEZA DE CRISTO

6. Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad[1] y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino[2]; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas.

a) En el Antiguo Testamento

7. Que Cristo es Rey, lo dicen a cada paso las Sagradas Escrituras.

Así, le llaman el dominador que ha de nacer de la estirpe de Jacob[3]; el que por el Padre ha sido constituido Rey sobre el monte santo de Sión y recibirá las gentes en herencia y en posesión los confines de la tierra[4]. El salmo nupcial, donde bajo la imagen y representación de un Rey muy opulento y muy poderoso se celebraba al que había de ser verdadero Rey de Israel, contiene estas frases: El trono tuyo, ¡oh Dios!, permanece por los siglos de los siglos; el cetro de su reino es cetro de rectitud[5]. Y omitiendo otros muchos textos semejantes, en otro lugar, como para dibujar mejor los caracteres de Cristo, se predice que su reino no tendrá límites y estará enriquecido con los dones de la justicia y de la paz: Florecerá en sus días la justicia y la abundancia de paz... y dominará de un mar a otro, y desde el uno hasta el otro extrema del orbe de la tierra[6].

8. A este testimonio se añaden otros, aún más copiosos, de los profetas, y principalmente el conocidísimo de Isaías: Nos ha nacido un Párvulo y se nos ha dado un Hijo, el cual lleva sobre sus hombros el principado; y tendrá por nombre el Admirable, el Consejero, Dios, el Fuerte, el Padre del siglo venidero, el Príncipe de Paz. Su imperio será amplificado y la paz no tendrá fin; se sentará sobre el solio de David, y poseerá su reino para afianzarlo y consolidarlo haciendo reinar la equidad y la justicia desde ahora y para siempre[7]. Lo mismo que Isaías vaticinan los demás profetas. Así Jeremías, cuando predice que de la estirpe de David nacerá el vástago justo, que cual hijo de David reinará como Rey y será sabio y juzgará en la tierra[8]. Así Daniel, al anunciar que el Dios del cielo fundará un reino, el cual no será jamás destruido..., permanecerá eternamente[9]; y poco después añade: Yo estaba observando durante la visión nocturna, y he aquí que venía entre las nubes del cielo un personaje que parecía el Hijo del Hombre; quien se adelantó hacia el Anciano de muchos días y le presentaron ante El. Y diole éste la potestad, el honor y el reino: Y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán: la potestad suya es potestad eterna, que no le será quitada, y su reino es indestructible[10]. Aquellas palabras de Zacarías donde predice al Rey manso que, subiendo sobre una asna y su pollino, había de entrar en Jerusalén, como Justo y como Salvador, entre las aclamaciones de las turbas[11], ¿acaso no las vieron realizadas y comprobadas los santos evangelistas?

b) En el Nuevo Testamento

9. Por otra parte, esta misma doctrina sobre Cristo Rey que hemos entresacado de los libros del Antiguo Testamento, tan lejos está de faltar en los del Nuevo que, por lo contrario, se halla magnífica y luminosamente confirmada.

En este punto, y pasando por alto el mensaje del arcángel, por el cual fue advertida la Virgen que daría a luz un niño a quien Dios había de dar el trono de David su padre y que reinaría eternamente en la casa de Jacob, sin que su reino tuviera jamás fin[12], es el mismo Cristo el que da testimonio de su realeza, pues ora en su último discurso al pueblo, al hablar del premio y de las penas reservadas perpetuamente a los justos y a los réprobos; ora al responder al gobernador romano que públicamente le preguntaba si era Rey; ora, finalmente, después de su resurrección, al encomendar a los apóstoles el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, siempre y en toda ocasión oportuna se atribuyó el título de Rey[13] y públicamente confirmó que es Rey[14], y solemnemente declaró que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra[15]. Con las cuales palabras, ¿qué otra cosa se significa sino la grandeza de su poder y la extensión infinita de su reino? Por lo tanto, no es de maravillar que San Juan le llame Príncipe de los reyes de la tierra[16], y que El mismo, conforme a la visión apocalíptica, lleve escrito en su vestido y en su muslo: Rey de Reyes y Señor de los que dominan[17]. Puesto que el Padre constituyó a Cristo heredero universal de todas las cosas[18], menester es que reine Cristo hasta que, al fin de los siglos, ponga bajo los pies del trono de Dios a todos sus enemigos[19].

c) En la Liturgia

10. De esta doctrina común a los Sagrados Libros, se siguió necesariamente que la Iglesia, reino de Cristo sobre la tierra, destinada a extenderse a todos los hombres y a todas las naciones, celebrase y glorificase con multiplicadas muestras de veneración, durante el ciclo anual de la liturgia, a su Autor y Fundador como a Soberano Señor y Rey de los reyes.

Y así como en la antigua salmodia y en los antiguos Sacramentarios usó de estos títulos honoríficos que con maravillosa variedad de palabra expresan el mismo concepto, así también los emplea actualmente en los diarios actos de oración y culto a la Divina Majestad y en el Santo Sacrificio de la Misa. En esta perpetua alabanza a Cristo Rey descúbrese fácilmente la armonía tan hermosa entre nuestro rito y el rito oriental, de modo que se ha manifestado también en este caso que la ley de la oración constituye la ley de la creencia.

d) Fundada en la unión hipostática

11. Para mostrar ahora en qué consiste el fundamento de esta dignidad y de este poder de Jesucristo, he aquí lo que escribe muy bien San Cirilo de Alejandría: Posee Cristo soberanía sobre todas las criaturas, no arrancada por fuerza ni quitada a nadie, sino en virtud de su misma esencia y naturaleza[20]. Es decir, que la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas.

e) Y en la redención

12. Pero, además, ¿qué cosa habrá para nosotros más dulce y suave que el pensamiento de que Cristo impera sobre nosotros, no sólo por derecho de naturaleza, sino también por derecho de conquista, adquirido a costa de la redención? Ojalá que todos los hombres, harto olvidadizos, recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador. Fuisteis rescatados no con oro o plata, que son cosas perecederas, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un Cordero Inmaculado y sin tacha[21]. No somos, pues, ya nuestros, puesto que Cristo nos ha comprado por precio grande[22]; hasta nuestros mismos cuerpos son miembros de Jesucristo[23].



Cristo Rey. Es Cristo que pasa. San Josemaría

Homilía pronunciada el 22-XI-1970, fiesta de Cristo Rey

Termina el año litúrgico, y en el Santo Sacrificio del Altar renovamos al Padre el ofrecimiento de la Víctima, Cristo, Rey de santidad y de gracia, rey de justicia, de amor y de paz, como leeremos dentro de poco en el Prefacio. Todos percibís en vuestras lamas una alegría inmensa, al considerar la santa Humanidad de Nuestro Señor: un Rey con corazón de carne, como el nuestro; que es autor del universo y de cada una de las criaturas, y que no se impone dominando: mendiga un poco de amor, mostrándonos, en silencio, sus manos llagadas.

¿Por qué, entonces, tantos lo ignoran? ¿Por qué se oye aún esa protesta cruel: nolumus hunc regnare super nos, no queremos que éste reine sobre nosotros? En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.

Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare!, conviene que Él reine.

Oposición a Cristo

Muchos no soportan que Cristo reine; se oponen a Él de mil formas: en los diseños generales del mundo y de la convivencia humana; en las costumbres, en la ciencia, en el arte. ¡Hasta en la misma vida de la Iglesia! Yo no hablo —escribe S. Agustín— de los malvados que blasfeman de Cristo. Son raros, en efecto, los que lo blasfeman con la lengua, pero son muchos los que lo blasfeman con la propia conducta.

A algunos les molesta incluso la expresión Cristo Rey: por una superficial cuestión de palabras, como si el reinado de Cristo pudiese confundirse con fórmulas políticas; o porque, la confesión de la realeza del Señor, les llevaría a admitir una ley. Y no toleran la ley, ni siquiera la del precepto entrañable de la caridad, porque no desean acercarse al amor de Dios: ambicionan sólo servir al propio egoísmo.

El Señor me ha empujado a repetir, desde hace mucho tiempo, un grito callado: serviam!, serviré. Que Él nos aumente esos afanes de entrega, de fidelidad a su divina llamada —con naturalidad, sin aparato, sin ruido—, en medio de la calle. Démosle gracias desde el fondo del corazón. Dirijámosle una oración de súbditos, ¡de hijos!, y la lengua y el paladar se nos llenarán de leche y de miel, nos sabrá a panal tratar del Reino de Dios, que es un Reino de libertad, de la libertad que Él nos ganó.

Cristo, Señor del mundo

Quisiera que considerásemos cómo ese Cristo, que —Niño amable— vimos nacer en Belén, es el Señor del mundo: pues por Él fueron creados todos los seres en los cielos y en la tierra; Él ha reconciliado con el Padre todas las cosas, restableciendo la paz entre el cielo y la tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz. Hoy Cristo reina, a la diestra del Padre: declaran aquellos dos ángeles de blancas vestiduras, a los discípulos que estaban atónitos contemplando las nubes, después de la Ascensión del Señor: varones de Galilea ¿por qué estáis ahí mirando al cielo? Este Jesús, que separándose de vosotros ha subido al cielo, vendrá de la misma manera que le acabáis de ver subir.

Por Él reinan los reyes, con la diferencia de que los reyes, las autoridades humanas, pasan; y el reino de Cristo permanecerá por toda la eternidad, su reino es un reino eterno y su dominación perdura de generación en generación.

El reino de Cristo no es un modo de decir, ni una imagen retórica. Cristo vive, también como hombre, con aquel mismo cuerpo que asumió en la Encarnación, que resucitó después de la Cruz y subsiste glorificado en la Persona del Verbo juntamente con su alma humana, Cristo, Dios y Hombre verdadero, vive y reina y es el Señor del mundo. Sólo por Él se mantiene en vida todo lo que vive.

¿Por qué, entonces, no se aparece ahora en toda su gloria? Porque su reino no es de este mundo, aunque está en el mundo. Había replicado Jesús a Pilatos: Yo soy rey. Yo para esto nací: para dar testimonios de la verdad; todo aquel que pertenece a la verdad, escucha mi voz. Los que esperaban del Mesías un poderío temporal visible, se equivocaban: que no consiste el reino de Dios en el comer ni en el beber, sino en la justicia, en la paz y en el gozo del Espíritu Santo.

Verdad y justicia; paz y gozo en el Espíritu Santo. Ese es el reino de Cristo: la acción divina que salva a los hombres y que culminará cuando la historia acabe, y el Señor, que se sienta en lo más alto del paraíso, venga a juzgar definitivamente a los hombres.

Cuando Cristo inicia su predicación en la tierra, no ofrece un programa político, sino que dice: haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos; encarga a sus discípulos que anuncien esa buena nueva, y enseña que se pida en la oración el advenimiento del reino. Esto es el reino de Dios y su justicia, una vida santa: lo que hemos de buscar primero, lo único verdaderamente necesario.

La salvación, que predica Nuestro Señor Jesucristo, es una invitación dirigida a todos; acontece lo que a cierto rey, que celebró las bodas de su hijo y envió a los criados a llamar a los convidados a las bodas. Por eso, el Señor revela que el reino de los cielos está en medio de vosotros.

Nadie se encuentra excluido de la salvación, si se allana libremente a las exigencias amorosas de Cristo: nacer de nuevo, hacerse como niños, en la sencillez de espíritu; alejar el corazón de todo lo que aparte de Dios. Jesús quiere hechos, no sólo palabras. Y esfuerzo denodado, porque sólo los que luchan serán merecedores de la herencia eterna.

La perfección del reino —el juicio definitivo de salvación o de condenación— no se dará en la tierra. Ahora el reino es como una siembra, como el crecimiento del grano de mostaza; su fin será como la pesca con la red barredera, de la que traída a la arena—serán extraídos, para suertes distintas, los que obraron la justicia y los que ejecutaron la iniquidad. Pero, mientras vivimos aquí, el reino se asemeja a la levadura que cogió una mujer y la mezcló con tres celemines de harina, hasta que toda la masa quedó fermentada.

Quien entiende el reino que Cristo propone, advierte que vale la pena jugarse todo por conseguirlo: es la perla que el mercader adquiere a costa de vender lo que posee, es el tesoro hallado en el campo. El reino de los cielos es una conquista difícil: nadie está seguro de alcanzarlo, pero el clamor humilde del hombre arrepentido logra que se abran sus puertas de par en par. Uno de los ladrones que fueron crucificados con Jesús le suplica: Señor, acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino. Y Jesús le respondió: en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.

El reino en el alma

¡Qué grande eres Señor y Dios nuestro! Tú eres el que pones en nuestra vida el sentido sobrenatural y la eficacia divina. Tú eres la causa de que, por amor de tu Hijo, con todas las fuerzas de nuestro ser, con el alma y con el cuerpo podamos repetir: oportet illum regnare!, mientras resuena la copla de nuestra debilidad, porque sabes que somos criaturas —¡y qué criaturas!— hechas de barro, no sólo en los pies. también en el corazón y en la cabeza. A lo divino, vibraremos exclusivamente por ti.

Cristo debe reinar, antes que nada, en nuestra alma. Pero qué responderíamos, si Él preguntase: tú, ¿cómo me dejas reinar en ti? Yo le contestaría que, para que Él reine en mí, necesito su gracia abundante: únicamente así hasta el último latido, hasta la última respiración, hasta la mirada menos intensa, hasta la palabra más corriente, hasta la sensación más elemental se traducirán en un hosanna a mi Cristo Rey.

Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana, manifestación exterior de una fe que no existiría, utilización fraudulenta del nombre de Dios para las componendas humanas.

Si la condición para que Jesús reinase en mi alma, en tu alma, fuese contar previamente en nosotros con un lugar perfecto, tendríamos razón para desesperarnos. Pero no temas, hija de Sión: mira a tu Rey, que viene sentado sobre un borrico. ¿Lo veis? Jesús se contenta con un pobre animal, por trono. No sé a vosotros; pero a mí no me humilla reconocerme, a los ojos del Señor, como jumento: como un borriquito soy yo delante de ti; pero estaré siempre a tu lado, porque tú me has tomado de tu diestra, tú me llevas por el ronzal.

Pensad en las características de un asno, ahora que van quedando tan pocos. No en el burro viejo y terco, rencoroso, que se venga con una coz traicionera, sino en el pollino joven: las orejas estiradas como antenas, austero en la comida, duro en el trabajo, con el trote decidido y alegre. Hay cientos de animales más hermosos, más hábiles y más crueles. Pero Cristo se fijó en e, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca. Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma.


FILMOGRAFÍA




CRISTO REY DEL UNIVERSO




   

King of Kings

Año
1961
Duración
154 min.
País
Estados Unidos Estados Unidos
Director
Nicholas Ray
Guión
Philip Yordan
Música
Miklós Rózsa
Fotografía
Franz Planer, Milton Krasner, Manuel Berenguer
Reparto
Jeffrey Hunter, Hurd Hatfield, Siobhan McKenna, Robert Ryan, Frank Thring, Rip Torn, Harry Guardino, Viveca Lindfors, Rita Gam, Carmen Sevilla, Brigid Bazlen,Guy Rolfe, Royal Dano, Edric Connor, Maurice Marsac, Gregoire Aslan, George Coulouris, Luis Prendes, Conrado San Martín, Gérard Tichy, Antonio Mayans, José Nieto, Rubén Rojo, Fernando Sancho, Michael Wager, Félix de Pomés, Adriano Rimoldi, Barry Keegan, Rafael Luis Calvo, Tino Barrero, Paco Morán, Orson Welles
Productora
Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) / Samuel Bronston Productions
Género
Aventuras. Drama | Religión. Biblia. Cine épico
Sinopsis
Cuando las legiones de Roma conquistan Palestina, en un establo de un pueblo llamado Belén nace un niño que es adorado por pastores y por tres magos de Oriente, que han acudido a él guiados por una estrella. Ante el rumor de que ha nacido el Mesías, el rey Herodes ordena asesinar a todos los recién nacidos. Pero María y José, padres del bebé recién nacido, consiguen huir y salvar la vida de su hijo. (FILMAFFINITY)
Premios
1961: Globos de oro: Nominada Mejor banda sonora original






ORACIONES


ORACIÓN A CRISTO REY

¡Oh Cristo, Tú eres mi Rey!
Dame un corazón caballeroso para contigo.
Magnánimo en mi vida: escogiendo todo cuanto sube hacia arriba, no lo que se arrastra hacia abajo.
Magnánimo en mi trabajo: viendo en él no una carga que se me impone, sino la misión que Tú me confías.
Magnánimo en el sufrimiento: verdadero soldado tuyo ante mi cruz, verdadero Cireneo para las cruces de los demás.
Magnánimo con el mundo: perdonando sus pequeñeces, pero no cediendo en nada a sus máximas.
Magnánimo con los hombres: leal con todos, más sacrificado por los humildes y por los pequeños, celoso por arrastrar hacia Ti a todos los que me aman.
Magnánimo con mis superiores: viendo en su autoridad la belleza de tu Rostro, que me fascina.
Magnánimo conmigo mismo: jamás replegado sobre mí, siempre apoyado en Ti.
Magnánimo contigo: Oh Cristo Rey: orgulloso de vivir para servirte, dichoso de morir, para perderme en Ti.