sábado, 24 de diciembre de 2016

25 DE DICIEMBRE, FIESTA DE LA NATIVIDAD DE JESÚS






Un ciclo importante del año litúrgico se nuclea en torno a la festividad de la Natividad del Señor, fiesta fija, que celebramos el 25 de diciembre, Navidad.

La Iglesia celebra el Nacimiento desde el año 336, por disposición del papa san Julio I aunque en realidad no se sabe con exactitud la fecha del Nacimiento (en cualquier caso parece ser que fue unos años antes de los que normalmente consideramos) y ni siquiera si fue o no en invierno. Los orígenes de esta celebración parecen remontarse a tiempos muy lejanos, teniendo como lugar de inicio la gruta donde nació Jesús. Sobre esa gruta construye Santa Elena la basílica de la Natividad, allá por el año 326, colocando el altar encima mismo de la gruta. Se ha venido afirmando que los cristianos de Roma habían fijado en el Siglo IV la fecha del 25 de diciembre para conmemorar la Natividad del Señor, eligiendo la fecha de la fiesta civil romana del Sol invicto, fiesta muy popular entre los romanos y que evocaba la victoria del sol sobre las tinieblas, divinidad que tenía su templo romano en el Campo Marzo y que el emperador Adriano impuso.

El elegir esta fecha (solsticio de invierno) tiene un simbolismo. Al acabar el otoño el sol ha alcanzado su punto más bajo en el horizonte y justamente al comenzar el invierno comienza de nuevo a levantarse, simbolizando a Cristo, Sol naciente que con su luz alumbra a la Humanidad a la que ha venido a salvar. Con la venida de la nueva luz y el nacimiento del Sol (fiesta pagana) los creyentes celebramos a Cristo, luz que no se apaga jamás y Sol que ilumina a todos los hombres. Se introduce y generaliza posteriormente la costumbre romana de la Misa de medianoche (la tradicional Misa del Gallo), que se empezó celebrando en la basílica romana de Santa María la Mayor (basílica romana erigida como imitación de la de la Natividad en Belén).

La Navidad es una celebración entrañable, a la que contribuyó decisivamente la figura de San Francisco de Asís cuando en el año 1223 hace representar con personajes la escena de Belén, origen de los actuales belenes y nacimientos, tan arraigados en la religiosidad popular y que las Parroquias y Cofradías montan con gran cariño en época navideña. La cena navideña en familia, la asistencia a la Misa del Gallo y el beso a la imagen del Niño Jesús son elementos muy entrañables y queridos por el pueblo cristiano.

Hoy en día, sin embargo, se está dando justo el fenómeno contrario de lo que fue el origen de la Navidad. Si los primitivos cristianos tuvieron la valentía de "cristianizar" una fiesta pagana, (inculturación en términos antropológicos) hoy en día nuestra sociedad secularizada está "paganizando" una fiesta religiosa, convirtiendo los días navideños en época de consumo desenfrenado y vacación frívola, perdiendo el sentido de celebración religiosa.
http://www.caminando-con-jesus.org


El significado de la navidad


La palabra se hizo carne. El misterio de la encarnación constituye. el centro de nuestra celebración de navidad. El constituye el objeto esencial de la fiesta. San Juan lo declara así en el prólogo de su evangelio con una afirmación impresionante: "La palabra se hizo carne y habitó en medio de nosotros..." (1,14). No se conmemora precisamente el nacimiento de Jesús en Belén, ni las circuntancias del nacimiento, ni los acontecimientos que lo rodearon. El misterio subyacente, el misterio de Dios hecho hombre, es más bien el que reclama nuestra atención y compromete nuestra fe en la liturgia de la navidad. Según Newman, ésta es la verdad central del evangelio. Significa que "el Hijo eterno de Dios se convirtió, por un segundo nacimiento, en el Hijo de Dios en el tiempo"'.

Cuando meditemos en este misterio, quizá arrodillados ante la cuna, recordemos que el niño que contemplamos no es precisamente un niño puramente humano ni tampoco un ser divino bajo apariencias humanas, sino más bien que es divino y humano, el Dios-hombre Jesucristo. En la única persona de la Palabra se juntan dos naturalezas, divina y humana, en una unión más estrecha que cualquiera otra concebible en el orden natural. Llamamos a esto unión hipostática. Significa sencillamente que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.

Se trata de un misterio que sobrepasa la inteligencia humana y que plantea grandes exigencias a nuestra fe. Incluso cuando la fe es robusta, existe el peligro de interpretar mal la doctrina. No es fácil mantener simultáneamente y sin desequilibrio las dos verdades: que Cristo nuestro Señor es verdadero Dios y verdadero hombre. Dada la limitación de nuestra inteligencia, no sorprende que, con intención o sin ella, pongamos énfasis excesivo en una de esas dos verdades, con detrimento de la otra: o concebimos a Jesús sólo como Dios o lo consideramos exclusivamente en su humanidad. La Iglesia ha mantenido siempre las dos caras del misterio. En la liturgia de navidad encontramos esta visión unificada y completa.

No pensemos que la liturgia de la navidad es un tratado sistemático de la doctrina de la encarnación. No es ésa su función. Pero, no obstante, es profundamente teológica. La Iglesia nos enseña en primer lugar mediante la Sagrada Escritura. En las lecturas de las tres misas de navidad y en otras lecturas del breviario se nos presentan algunos de los textos cristológicos más importantes del Nuevo Testamento. Se nos ofrecen para nuestra instrucción, para que los leamos, los meditemos y sean punto de partida de nuestra oración.

A los textos de la Escritura siguen, en orden de importancia, las lecturas tomadas de los padres de la Iglesia. Entre estos últimos encontramos a san Anastasio (muerto en el año 373), el gran portavoz del concilio de Nicea, que declaró que Jesús es de la misma sustancia del Padre; y a san León Magno (muerto en el 461), cuya enseñanza sobre la doctrina de la encarnación fue aclamada en el concilio de Calcedonia, en el año 451. Estos y otros textos patrísticos, desde Hipólito hasta Bernardo de Claraval, expresan la concepción de la Iglesia del misterio.

En los himnos, antífonas, responsorios y otros textos de parecidas características, la Iglesia expresa en una forma más poética lo que se nos enseña en la Escritura, en las lecturas patrísticas y en los credos. Pero incluso esas composiciones se inspiran en los salmos, en los evangelios y en otras partes de la Escritura; y llevan el sello de los dogmas de la Iglesia. Fijémonos, por ejemplo, en el siguiente versículo y responsorio: "La palabra se hizo carne, aleluya; y acampó entre nosotros, aleluya"; o en esta antífona de la oración de vísperas: "En el principio, antes de los siglos, la palabra era Dios, y hoy esta palabra ha nacido como salvador del mundo". En una forma más bien doctrinal, la antífona del Benedictus para la octava de navidad expresa el misterio en palabras que recuerdan el concilio de Calcedonia:

Hoy se nos ha manifestado un misterio admirable: en Cristo se han unido dos naturalezas: Dios se ha hecho hombre y, sin dejar de ser lo que era, ha asumido lo que no era, sin sufrir mezcla ni división.

En verdad es un misterio maravilloso, algo completamente nuevo. En estos días de navidad consideraremos diferentes aspectos de este misterio. Lo primero que causa asombro es la condescendencia divina que implica la encarnación. En la antífona tercera de las primeras vísperas, la Iglesia exclama: "El que era la palabra sustancial del Padre, engendrado antes del tiempo, hoy se ha despojado de su rango haciéndose carne por nosotros" 1. Esta antífona introduce el gran himno cristológico que habla de la kenosis o autovaciamiento de Cristo. Me refiero a la carta de Pablo a los Filipenses (2,6-11); citamos las primeras líneas:

... el cual, teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres.

Conviene que nos detengamos por un instante en esta última línea: "semejante a los hombres". Somos incapaces de llegar a captar toda la profundidad y extensión de esta afirmación; y, en parte por sentido de reverencia, no llegamos a hacer plena justicia a la humanidad de Jesús. No debemos tener miedo alguno de sostener que Cristo fue verdaderamente hombre, semejante a nosotros en todo menos en el pecado. En palabras de Newman, "tiene corazón de hombre, orejas de hombre, deseos y enfermedades de hombre". Se hizo hombre entre los hombres. Compartió nuestra suerte en todas sus manifestaciones. Experimentó nuestras alegrías y tristezas, nuestros temores y ansiedades.

Decir que Cristo se hizo pobre por nosotros es otra manera de expresar esa misma realidad misteriosa. Durante la octava de navidad encontramos este tema en un breve pasaje tomado de san Pablo: "Vosotros ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico se hizo por nosotros pobre para enriquecernos con su pobreza" (2 Cor 8,9) 2. El hijo de Dios se hizo pobre asumiendo nuestra carne mortal. Pero no terminó aquí todo: él eligió ser pobre entre los hombres; se contó entre los anawim, los "pobres" de Yavé. Sus padres fueron pobres, Belén y Nazaret eran unas ciudades pobres. Durante su vida pública "no tenía donde reclinar su cabeza" (Mt 8,20). Predicó su evangelio a los pobres y murió por los pobres, desnudo de todo, en la cruz.

Hemos visto su gloria. Dios se hizo hombre, se hizo niño. ¿Acaso existe algo más desvalido que un niño, dependiente por completo de su madre? Este es precisamente el aspecto de navidad que excita tan fuertemente el sentimiento religioso. El niño en el pesebre, guardado por su madre, que se encuentra de rodillas a su lado, y por san José, ha atraído la devoción popular como un imán. Es ésta una tierna escena que ha inspirado innumerables obras pictóricas y muchísimos villancicos navideños.

Sería equivocado menospreciar este enfoque humanísimo del misterio, aunque algunas de sus expresiones, por ejemplo, en las postales de navidad, son excesivamente sentimentales e incluso triviales. La liturgia no es insensible al elemento humano, que está presente, sin duda, en algunas escenas de Belén. Pero esta atención al sentimiento va unida siempre a la visión teológica, que capta el aspecto divino del misterio. Fijémonos, por ejemplo, en esta antífona de vísperas del 28 de diciembre:

La virgen inmaculada y santa nos ha engendrado a Dios, revistiéndole con débiles miembros y alimentándole con su leche materna; adoremos todos a este hijo de María que ha venido a salvarnos.

Tenemos aquí la nota de la ternura. La impotencia del niño y la solicitud materna de María atraen nuestra compasión. Con todo, predomina la idea de la grandeza de este niño que, al hacerse hombre, no deja ni por un momento de ser el Hijo de Dios y cuya misión en el mundo consiste en salvar a todos.

Lo divino y lo humano guardan equilibrio; a veces contrastan en una especie de antítesis juguetona, como en el verso del siglo v: "Una leche materna que renovaba con fuerza/ que da a los pájaros del cielo su alimento" (parvoque lacte pastus est / per quem nec ales esurit). Aquí la omnipotencia divina es contrastada con la pequeñez de la naturaleza asumida.

La impresión general que nos deja la liturgia no es la de bajeza del niño, sino la de su majestad. Destaca la gloria del recién nacido. Lo aclama como Señor y Rey. Se percibe esto con claridad en la elección de los salmos para la Liturgia de las horas. Algunos de los versículos de esos salmos aparecen también como antífonas en el oficio y en la misa. Esos salmos están tomados expresamente del grupo del salterio que incluye los salmos mesiánicos y regios y los salmos de entronización. El salmo 2, que inicia el Oficio de lecturas del día de navidad, es un buen ejemplo, ya que siempre formó parte de la liturgia festiva en Jerusalén y en Roma. Destaca la realeza de Cristo: "Ya tengo yo a mi rey consagrado sobre Sión, mi monte santo"; y también su origen divino: "Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy".

Durante el tiempo de navidad y epifanía escucharemos referencias frecuentes a la gloria del rey recién nacido. Podríamos describirla como liturgia de gloria. Y no se trata de exageración alguna, pues el mismo evangelio presenta a Jesús bajo esta luz. San Juan, el cual afirma que "la palabra se hizo carne", nos dice también: "Nosotros vimos su gloria". Los restantes evangelistas y san Pablo comunican idéntico mensaje.

"Que un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado..." Escuchamos estas palabras de Isaías en la primera lectura (Is 9,1-7) de la misa de medianoche. Esto nos recuerda que el aspecto externo de este niño no difería en nada del de cualquier otro niño. Nació en circunstancias menos favorables que otros niños. Y, no obstante, nuestra fe nos dice que este niño es el Hijo de Dios. Esto nos prepara para entender lo que el profeta continúa diciendo: "... y su nombre será: Consejero admirable, Dios potente, Padre eterno, Príncipe de la paz".

BIBLIOGRAFÍA




EL TRIUNFO DE CRISTO EN LA HUMILDAD
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Lux fulgebit hodie super nos, quia natus est nobis Dominus, hoy brillará la luz sobre nosotros, porque nos ha nacido el Señor. Es el gran anuncio que conmueve en este día a los cristianos y que, a través de ellos, se dirige a la Humanidad entera. Dios está aquí. Esa verdad debe llenar nuestras vidas: cada navidad ha de ser para nosotros un nuevo especial encuentro con Dios, dejando que su luz y su gracia entren hasta el fondo de nuestra alma.

Nos detenemos delante del Niño, de María y de José: estamos contemplando al Hijo de Dios revestido de nuestra carne. Viene a mi recuerdo el viaje que hice a Loreto, el 15 de agosto de 1951, para visitar la Santa Casa, por un motivo entrañable. Celebré allí la Misa. Quería decirla con recogimiento, pero no contaba con el fervor de la muchedumbre. No había calculado que, en ese gran día de fiesta, muchas personas de los contornos acudirían a Loreto, con la fe bendita de esta tierra y con el amor que tienen a la Madonna. Su piedad les llevaba a manifestaciones no del todo apropiadas, si se consideran las cosas —¿cómo lo explicaré?— sólo desde el punto de vista de las leyes rituales de la Iglesia.

Así, mientras besaba yo el altar cuando lo prescriben las rúbricas de la Misa, tres o cuatro campesinas lo besaban a la vez. Estuve distraído, pero me emocionaba. Atraía también mi atención el pensamiento de que en aquella Santa Casa —que la tradición asegura que es el lugar donde vivieron Jesús, María y José—, encima de la mesa del altar, han puesto estas palabras: Hic Verbum caro factum est. Aquí, en una casa construida por la mano de los hombres, en un pedazo de la tierra en que vivimos, habitó Dios.


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Jesucristo perfecto Dios y perfecto hombre

El Hijo de Dios se hizo carne y es perfectus Deus, perfectus homo, perfecto Dios y perfecto hombre. En este misterio hay algo que debería remover a los cristianos. Estaba y estoy conmovido: me gustaría volver a Loreto. Me voy allí con el deseo, para revivir los años de la infancia de Jesús, al repetir y considerar ese Hic Verbum caro factum est.

Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnalia Dei, de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad. A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios: ¡No sólo a los ricos, ni sólo a los pobres!, ¡a todos los hombres, a todos los hermanos! Que hermanos somos todos en Jesús, hijos de Dios, hermanos de Cristo: su Madre es nuestra Madre.

No hay más que una raza en la tierra: la raza de los hijos de Dios. Todos hemos de hablar la misma lengua, la que nos enseña nuestro Padre que está en los cielos: la lengua del diálogo de Jesús con su Padre, la lengua que se habla con el corazón y con la cabeza, la que empleáis ahora vosotros en vuestra oración. La lengua de las almas contemplativas, la de los hombres que son espirituales, porque se han dado cuenta de su filiación divina. Una lengua que se manifiesta en mil mociones de la voluntad, en luces claras del entendimiento, en afectos del corazón, en decisiones de vida recta, de bien, de contento, de paz.

Es preciso mirar al Niño, Amor nuestro, en la cuna. Hemos de mirarlo sabiendo que estamos delante de un misterio. Necesitamos aceptar el misterio por la fe y, también por la fe, ahondar en su contenido. Para esto, nos hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres.

Vemos —dice San Juan Crisóstomo— que Jesús ha salido de nosotros y de nuestra sustancia humana, y que ha nacido de Madre virgen: pero no entendemos cómo puede haberse realizado ese prodigio. No nos cansemos intentando descubrirlo: aceptemos más bien con humildad lo que Dios nos ha revelado, sin escrudriñar con curiosidad en lo que Dios nos tiene escondido. Así, con este acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano.


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Sentido divino del andar terreno de Jesús

He procurado siempre, al hablar delante del Belén, mirar a Cristo Señor nuestro de esta manera, envuelto en pañales, sobre la paja de un pesebre. Y cuando todavía es Niño y no dice nada, verlo como Doctor, como Maestro. Necesito considerarle de este modo: porque debo aprender de El. Y para aprender de El, hay que tratar de conocer su vida: leer el Santo Evangelio, meditar aquellas escenas que el Nuevo Testamento nos relata, con el fin de penetrar en el sentido divino del andar terreno de Jesús.

Porque hemos de reproducir, en la nuestra, la vida de Cristo, conociendo a Cristo: a fuerza de leer la Sagrada Escritura y de meditarla, a fuerza de hacer oración, como ahora, delante del pesebre. Hay que entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres.

Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo.

Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius, el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el faber, filius Mariæ, el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas.


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Como cualquier otro suceso de su vida, no deberíamos jamás contemplar esos años ocultos de Jesús sin sentirnos afectados, sin reconocerlos como lo que son: llamadas que nos dirige el Señor, para que salgamos de nuestro egoísmo, de nuestra comodidad. El Señor conoce nuestras limitaciones, nuestro personalismo y nuestra ambición: nuestra dificultad para olvidarnos de nosotros mismos y entregarnos a los demás. Sabe lo que es no encontrar amor, y experimentar que aquellos mismos que dicen que le siguen, lo hacen sólo a medias. Recordad las escenas tremendas, que nos describen los Evangelistas, en las que vemos a los Apóstoles llenos aún de aspiraciones temporales y de proyectos sólo humanos. Pero Jesús los ha elegido, los mantiene junto a El, y les encomienda la misión que había recibido del Padre.

También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem, quem ego bibiturus sum?: ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz —este cáliz de la entrega completa al cumplimiento de la voluntad del Padre— que yo voy a beber? Possumus!; ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar.

Es necesario empezar por convencerse de que Jesús nos dirige personalmente estas preguntas. Es El quien las hace, no yo. Yo no me atrevería ni a planteármelas a mí mismo. Estoy siguiendo mi oración en voz alta, y vosotros, cada uno de nosotros, por dentro, está confesando al Señor: Señor, ¡qué poco valgo, qué cobarde he sido tantas veces! ¡Cuántos errores!: en esta ocasión y en aquélla, y aquí y allá. Y podemos exclamar aún: menos mal, Señor, que me has sostenido con tu mano, porque me veo capaz de todas las infamias. No me sueltes, no me dejes, trátame siempre como a un niño. Que sea yo fuerte, valiente, entero. Pero ayúdame como a una criatura inexperta; llévame de tu mano, Señor, y haz que tu Madre esté también a mi lado y me proteja. Y así, possumus!, podremos, seremos capaces de tenerte a Ti por modelo.

No es presunción afirmar possumus! Jesucristo nos enseña este camino divino y nos pide que lo emprendamos, porque El lo ha hecho humano y asequible a nuestra flaqueza. Por eso se ha abajado tanto. Este fue el motivo por el que se abatió, tomando forma de siervo aquel Señor que como Dios era igual al Padre; pero se abatió en la majestad y potencia, no en la bondad ni en la misericordia.

La bondad de Dios nos quiere hacer fácil el camino. No rechacemos la invitación de Jesús, no le digamos que no, no nos hagamos sordos a su llamada: porque no existen excusas, no tenemos motivo para continuar pensando que no podemos. El nos ha enseñado con su ejemplo. Por tanto, os pido encarecidamente, hermanos míos, que no permitáis que se os haya mostrado en balde un modelo tan precioso, sino que os conforméis a El y os renovéis en el espíritu de vuestra alma.


FILMOGRAFÍA


NATIVITY


CUENTO DE NAVIDAD



Título original
A Christmas Carol
Año
Duración
69 min.
País
Estados Unidos Estados Unidos
Director
Guión
Hugo Butler (Novela: Charles Dickens)
Música
Franz Waxman
Fotografía
Sidney Wagner, John F. Seitz (B&W)
Reparto
,,,
Productora
Loew's / Metro-Goldwyn-Mayer (MGM)
Género
DramaFantástico | NavidadPobrezaSiglo XIX
Grupos
Adaptaciones de Charles Dickens | Un cuento de Navidad 
Novedad
Sinopsis
Ebenezer Scrooge, el hombre más avaro de la ciudad, tiene prácticamente esclavizado a su empleado el señor Cratchit. Una noche se le aparece el espíritu de un antiguo socio, al que seguirán los fantasmas de las Navidades pasadas, presentes y futuras. Adaptación del popular cuento "A Christmas Carol", del escritor inglés Charles Dickens (1812-1870). (FILMAFFINITY)
http://www.filmaffinity.com/es/film746368.html


ORACIONES


ORACIÓN AL NIÑO DE BELÉN
DE  SAN JUAN XXIII


Dulce Niño de Belén, haz que penetremos con toda el alma en este profundo misterio de la Navidad. Pon en el corazón de los hombres esa paz que buscan, a veces con tanta violencia, y que tú sólo puedes dar. Ayúdales a conocerse mejor y a vivir fraternalmente como hijos del mismo Padre.

Descúbreles también tu hermosura, tu santidad y tu pureza. Despierta en su corazón el amor y la gratitud a tu infinita bondad. Únelos en tu caridad. Y danos a todos tu celeste paz. Amén.


MISTERIOS DE LA INFANCIA DE JESÚS

[Niño Jesús con la cruz. Estampa de finales del siglo XIX]
Venid, Dios mío, en mi ayuda. Apresuraos, Señor, a socorrerme.

Rezar Gloria y Padrenuestro.

I
1. Encarnación. Oh dulcísimo Niño Jesús, que para nuestra salvación descendisteis del seno del eterno Padre a las entrañas de la Virgen María, donde, concebido por obra del Espíritu Santo, tomasteis la forma de siervo, siendo el Hijo de Dios hecho Hombre, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

2. Visitación. Oh dulcísimo Niño Jesús, que por medio de Vuestra Virgen Madre visitasteis a Santa Isabel, y llenando del Espíritu Santo a vuestro Precursor San Juan Bautista, le santificasteis ya antes de nacer, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

3. Expectación del parto. Oh dulcísimo Niño Jesús, que esperasteis encerrado por nueve meses en el seno materno el tiempo de nacer, e inflamasteis en ardentísimos deseos los corazones de la Virgen María y de San José, y os ofrecisteis a Dios Padre por la salvación del mundo, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, niño Jesús, piedad. 
Avemaría.

4. Nacimiento. Oh dulcisimo Niño Jesús, nacido de la Virgen María, envuelto en pobres pañales y reclinado en el pesebre, anunciado por los Angeles y visitado por los Pastores, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

Gloria a Vos, Niño Jesús de Madre Virgen nacido, y al Padre y al Santo Espíritu por los siglos de los siglos. Amén.

II
V. Jesús está cerca de nosotros.
R. Venid y adorémosle.
Padrenuestro.

5. Circuncisión. Oh dulcísimo Niño Jesús, circuncidado a los ocho días, llamado con el glorioso nombre de Jesús; y en el Nombre y en la Sangre justamente, preconizado Salvador del mundo, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

6. Adoración de los Reyes. Oh dulcísimo Niño Jesús, manifestado por una estrella a los tres Magos, adorado en el regazo de María, y regalado místicamente con oro, incienso y mirra, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

7. Presentación. Oh dulcísimo Niño Jesús, presentado en el templo por María Virgen y Madre, abrazado por el santo anciano Simeón y revelado al pueblo de Israel por la profetisa Ana, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

8. Huida a Egipto. Oh dulcísimo Niño Jesús, perseguido de muerte por Herodes, llevado a Egipto por San José con vuestra Madre, librado de la muerte con la huida, y glorificado con la sangre de los Inocentes, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad. 
Avemaría.

Gloria a Vos, Niño Jesús, de Madre Virgen nacido, y al Padre y al Santo Espíritu, por los siglos de los siglos.
Amén.

III

V. Jesús está cerca de nosotros.
R. Venid y adorémosle
Padrenuestro.

9. Permanencia en Egipto. Oh dulcísimo Niño Jesús, que vivisteis en Egipto con María Santísima y el Patriarca San José hasta la muerte de Herodes, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

10. Regreso de Egipto. Oh dulcísimo Niño Jesús, que volvisteis con vuestros padres de Egipto a la tierra de Israel, padeciendo en el camino muchos trabajos y entrasteis en la ciudad de Nazaret, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

11. Estancia en Nazaret. Oh dulcísimo Niño Jesús, que habitasteis santamente en la bendita casa de Nazaret, sujeto a vuestros padres, pobre y en muchos trabajos y creciendo en sabiduría, edad y gracia, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

12. Jesús entre los Doctores. Oh dulcísimo Niño Jesús, conducido a Jerusalén a la edad de doce años, buscado con dolor por vuestros Padres, y después de tres días encontrado con sumo gozo en el templo entre los Doctores, tened piedad de nosotros.

R. Piedad, Niño Jesús, piedad.
Avemaría.

Gloria a Vos, Niño Jesús, de Madre Virgen nacido, y al Padre y al Santo Espíritu por los siglos de los siglos. Amén.

El día de Navidad y su Octava:

V. El hijo de Dios se hizo hombre, aleluya.
R. Y habitó entre nosotros. Aleluya.

El día de Epifanía y su Octava:

V. Cristo se nos ha manifestado, aleluya.
R. Venid adorémosle, aleluya.

En el resto del año se dice:

V. El hijo de Dios se hizo hombre.
R. Y habitó entre nosotros.

 

ORACION FINAL
Omnipotente y eterno Dios, Señor del Cielo y de la tierra, que os manifestáis a los pequeños, concedednos, os suplicamos, que, venerando dignamente los santos misterios de la Infancia de vuestro hijo Jesús, y siguiendo sus ejemplos, podamos llegar al reino de los cielos prometido a los pequeñuelos. Por el mismo Jesucristo Señor nuestro. Amén.