martes, 10 de mayo de 2016

JUEVES DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

La Ascensión del Señor a los cielos


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La liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de la vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los cielos. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.

Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo: ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?; ¡es ahora cuando desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?

El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro camino, cuando llora por Lázaro, cuando ora largamente, cuando se compadece de la muchedumbre.

Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir al Cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?


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Trato con Jesucristo en el Pan y la Palabra

Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con El en la oración. Quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y yo en él. Quien conoce mis mandamientos y los cumple, ése es quien me ama. Y el que me ame será amado por mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él.

No son sólo promesas. Son la entraña, la realidad de una vida auténtica: la vida de la gracia, que nos empuja a tratar personal y directamente a Dios. Si cumplís mis preceptos, permaneceréis en mi amor, como yo he cumplido los mandatos de mi Padre y permanezco en su amor. Esta afirmación de Jesús, en el discurso de la última cena, es el mejor preámbulo para el día de la Ascensión. Cristo sabía que era preciso que El se fuera; porque, de modo misterioso que no acertamos a comprender, después de la Ascensión llegaría —en una nueva efusión del Amor divino— la tercera Persona de la Trinidad Beatísima: os digo la verdad: conviene que yo me vaya. Si no me fuese, el Paráclito no vendría a vosotros. Si me voy, os lo enviaré.

Se ha ido y nos envía al Espíritu Santo, que rige y santifica nuestra alma. Al actuar el Paráclito en nosotros, confirma lo que Cristo nos anunciaba: que somos hijos de Dios; que no hemos recibido el espíritu de servidumbre para obrar todavía por temor, sino el espíritu de adopción de hijos, en virtud del cual clamamos: Abba, ¡Padre!.

¿Veis? Es la actuación trinitaria en nuestras almas. Todo cristiano tiene acceso a esa inhabitación de Dios en lo más intimo de su ser, si corresponde a la gracia que nos lleva a unirnos con Cristo en el Pan y en la Palabra, en la Sagrada Hostia y en la oración. La Iglesia trae a nuestra consideración cada día la realidad del Pan vivo, y le dedica dos de las grandes fiestas del año litúrgico: la del Jueves Santo y la del Corpus Christi. En este día de la Ascensión, vamos a detenernos en el trato con Jesús, escuchando atentamente su Palabra.


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Vida de oración

Una oración al Dios de mi vida. Si Dios es para nosotros vida, no debe extrañarnos que nuestra existencia de cristianos haya de estar entretejida en oración. Pero no penséis que la oración es un acto que se cumple y luego se abandona. El justo encuentra en la ley de Yavé su complacencia y a acomodarse a esa ley tiende, durante el día y durante la noche. Por la mañana pienso en ti; y, por la tarde, se dirige hacia ti mi oración como el incienso. Toda la jornada puede ser tiempo de oración: de la noche a la mañana y de la mañana a la noche. Más aún: como nos recuerda la Escritura Santa, también el sueño debe ser oración.

Recordad lo que, de Jesús, nos narran los Evangelios. A veces, pasaba la noche entera ocupado en coloquio íntimo con su Padre. ¡Cómo enamoró a los primeros discípulos la figura de Cristo orante! Después de contemplar esa constante actitud del Maestro, le preguntaron: Domine, doce nos orare, Señor, enséñanos a orar así.

San Pablo —orationi instantes, en la oración continuos, escribe— difunde por todas partes el ejemplo vivo de Cristo. Y San Lucas, con una pincelada, retrata la manera de obrar de los primeros fieles: animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración.

El temple del buen cristiano se adquiere, con la gracia, en la forja de la oración. Y este alimento de la plegaria, por ser vida, no se desarrolla en un cauce único. El corazón se desahogará habitualmente con palabras, en esas oraciones vocales que nos ha enseñado el mismo Dios, Padre nuestro, o sus ángeles, Ave María. Otras veces utilizaremos oraciones acrisoladas por el tiempo, en las que se ha vertido la piedad de millones de hermanos en la fe: las de la liturgia —lex orandi—, las que han nacido de la pasión de un corazón enamorado, como tantas antífonas marianas: Sub tuum præsidium..., Memorare..., Salve Regina...

En otras ocasiones nos bastarán dos o tres expresiones, lanzadas al Señor como saeta, iaculata: jaculatorias, que aprendemos en la lectura atenta de la historia de Cristo: Domine, si vis, potes me mundare, Señor, si quieres, puedes curarme; Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te, Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo; Credo, Domine, sed adiuva incredulitatem meam, creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad, fortalece mi fe; Domine, non sum dignus, ¡Señor, no soy digno!; Dominus meus et Deus meus, ¡Señor mío y Dios mío!... U otras frases, breves y afectuosas, que brotan del fervor íntimo del alma, y responden a una circunstancia concreta.

La vida de oración ha de fundamentarse además en algunos ratos diarios, dedicados exclusivamente al trato con Dios; momentos de coloquio sin ruido de palabras, junto al Sagrario siempre que sea posible, para agradecer al Señor esa espera —¡tan solo!— desde hace veinte siglos. Oración mental es ese diálogo con Dios, de corazón a corazón, en el que interviene toda el alma: la inteligencia y la imaginación, la memoria y la voluntad. Una meditación que contribuye a dar valor sobrenatural a nuestra pobre vida humana, nuestra vida diaria corriente.

Gracias a esos ratos de meditación, a las oraciones vocales, a las jaculatorias, sabremos convertir nuestra jornada, con naturalidad y sin espectáculo, en una alabanza continua a Dios. Nos mantendremos en su presencia, como los enamorados dirigen continuamente su pensamiento a la persona que aman, y todas nuestras acciones —aun las más pequeñas— se llenarán de eficacia espiritual.

Por eso, cuando un cristiano se mete por este camino del trato ininterrumpido con el Señor —y es un camino para todos, no una senda para privilegiados—, la vida interior crece, segura y firme; y se afianza en el hombre esa lucha, amable y exigente a la vez, por realizar hasta el fondo la voluntad de Dios.

Desde la vida de oración podemos entender ese otro tema que nos propone la fiesta de hoy: el apostolado, el poner por obra las enseñanza de Jesús, trasmitidas a los suyos poco antes de subir a los cielos: me serviréis de testigos en Jerusalén y en toda la Judea y Samaría y hasta el cabo del mundo.

BIBLIOGRAFÍA














FILMOGRAFÍA




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